Traducción

lunes, 28 de septiembre de 2015

"La Celestina": una iniciación a la alcahuetería

"Llévame al huerto", dijo ella, "al huerto de Calixto y Melibea".
            De vez en cuanto surge el debate de por qué hay leer a los clásicos, como si hiciera falta justificación alguna si alguien te sorprende con el Quijote entre las manos, como si fuera una vergüenza o los libros mordieran. Ya sé que leer no mola y está devaluado como alternativa de ocio, lo guay es perder el tiempo por Internet, jugar a la Wii o “guasapear” hasta que se te caigan los pulgares, pero de ahí a tener que inventar alguna excusa si te pillan llorando a lágrima viva porque se ha muerto Alonso Quijano el Bueno… ¡hay un mundo!
            Hay clásicos y clásicos. Algunos te resultarán tan ásperos como el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido, por citar un par que no he conseguido terminar jamás a pesar de haberlo intentado en varias ocasiones. Otros simplemente estomagantes, como la Lolita de Nabokov, que me parece aburrido, repetitivo y pretencioso, sólo apto para viejos verdes en busca de redención para sus bajos instintos. Otros clásicos, sin embargo, te acogen, te arropan y te envuelven de inmediato como hubieran sido escritos expresamente para ti, como si te hubieran estado esperando toda la vida. La Celestina es, en mi opinión, uno de ellos.

            Mis consejos para quien se acerque por primera vez a un clásico son los siguientes:
1)     Ponlo en su lugar. Que le quede bien clarito que su obligación –como la de todos los libros, por otra parte- es gustarte, entretenerte, enseñarte algo… que valga la pena leerlo, vaya. No permitas que nadie te convenza de que estás obligado a apreciarlo sólo porque sea un clásico. Cada uno tiene sus gustos.
2)    ¡Piérdele el respeto! Es un objeto de consumo, ni más ni menos. Llévatelo a la playa, mánchalo de café y tíralo contra la pared si te aburre a muerte. El mayor enemigo de la lectura es su sacralización.
3)    Sáltate la introducción (yo lo hago siempre). No la leas hasta el final porque están llenas de spoiler, y solamente si el libro en cuestión te ha gustado y quieres saber más sobre él, su autor, la época en que fue redactado, su fecha de publicación, etc. Pero recuerda: ningún análisis sesudo debería “venderte” las bondades que tú mismo no has sido capaz de encontrar.
4)    Busca en el diccionario únicamente las palabras imprescindibles, no las que puedas deducir por su contexto (lo mismo te aconsejaría a la hora de leer un libro en una lengua que no domines). La consulta exhaustiva entorpece la lectura y sólo produce aborrecimiento.
5)    Por la misma razón, ignora olímpicamente todas las aclaraciones a pie de página que te parezcan innecesarias, redundantes o pedantescas. A veces, no son más que una manera subrepticia de encarecer un volumen o alimentar el ego del editor.

            Volviendo a La Celestina, he de decir que cuando me obligaron a leerla en 2º de BUP, a los quince añitos, no me apeteció nada. Para empezar porque nos la recomendaron en una de esas ediciones que de tan negras, apretujadas y respetuosas con la ortografía original resultan antipáticas incluso a simple vista. ¡El papel-biblia amarillento debería estar prohibido! Por otra parte, la enorme cantidad de aparato crítico que flanqueaba el texto tampoco contribuía a facilitar su acceso a los “no iniciados” –es decir, a los simples lectores, no a los estudiantes de Filología-, aunque ésa habría de ser precisamente su función. Para colmo, y quien diga lo contrario miente como un bellaco del Renacimiento, cuesta acostumbrarse al castellano antiguo en que fue redactada por su autor, Fernando de Rojas, aunque también es verdad que bastan 15-20 páginas para conseguirlo.
            Una vez superadas estas dificultades, que al principio me parecían insoslayables, he de reconocer que La Celestina me encantó. ¿Que por qué? Pues por ser tan entretenida, emocionante y cachonda. Entretenida porque todos sus personajes parlotean sin cesar y andan siempre zascandileando de casa en casa, de calle en calle, no se están quietos jamás. De hecho, si se representara respetando fielmente todos los movimientos escénicos que se citan en ella, el gasto escenográfico sería inasumible para cualquier compañía teatral; más valdría hacer una película (¡aunque no tan de cartón piedra como la de Gerardo Vera en 1996, por favor!). Emocionante porque su trama te atrapa y te exprime sin remedio, exige de ti que participes, que te pongas de parte de alguno de sus personajes, que te anticipes a sus posibles jugarretas. La Celestina es ruin, amoral e interesada, pero los que la rodean no lo son menos: empezando por los dos enamorados, el sin sustancia de Calisto y la pavisosa de Melibea, y siguiendo por la boba de la madre, el malvado Sempronio, ese pillo redomado de Pármeno; así como por las dos prostitutas maquinadoras, Elicia y Areúsa, que a menudo parecen las verdaderas protagonistas del libro, y los dos matones que se convierten en sus amantes a la muerte de sus antecesores en el cargo… Tan sólo salvaría a Pleberio, pobre padre desconsolado, que en su monólogo final, el famoso “Planto”, lamenta la muerte de su hija y advierte al público “de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes”. ¡A buenas horas mangas verdes!

            Last but not least, como dicen los ingleses, La Celestina me parece profundamente cachonda porque está salpicada de palabrotas infamantes, alusiones malévolas, bromas con doble sentido y escenas eróticas como la que enfrenta a la alcahueta con Areúsa, que tiene el período pero que, aun así, se aprestará a satisfacer los deseos del joven Pármeno, al que Celestina quiere ganar para su causa.
            Por todo ello y mucho más que no diré para no desvelar ningún secreto, deberíais ir a ver la adaptación de Isabel González, producida por nuestro Orfeó Maonès, del que tan orgullosos deberíamos sentirnos, que se representará en este mismo teatro entre el 6 y el 8 de noviembre. ¡Abstenerse niñatos, fanáticos de la Wii y gente fácilmente escandalizable! Podrían descubrir el placer culpable de conocer a los clásicos.


Si te ha gustado esta entrada, sigue leyendo en "Reflexions d'una (ex) secretària desesperada"

sábado, 26 de septiembre de 2015

Viajando sin GPS: Kico Borràs

He aquí la entrevista que realicé hace unos días a mi amigo Kico Borràs, cuyo blog "Viajando sin GPS: de Singapur a Atlanta" es uno de los más cuidados, interesantes y divertidos que suelo leer.
Precisamente ahora se cumple un año de andadura de dicho blog y Kico quiso celebrarlo dejando que lo entrevistara... sin GPS.

Aquí tenéis el enlace: Entrevista sin GPS: Kico Borràs, ojalá que la disfrutéis. Y, como siempre, ¡se agradecen los comentarios!

jueves, 24 de septiembre de 2015

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Probando, probando... ¡"Crónica del halconero"!

He aquí mi primer podcast para ivoox. ¡Espero que lo disfrutéis! Para acceder a él, sólo hay que clicar sobre el siguiente enlace: Lectura dramatizada de "Crónica del halconero"

Desde aquí me ofrezco a volver a grabarlo para cualquier emisora seria.

*          *

Crónica del halconero
GUION RADIOFÓNICO


NARRADORA: Hace unos días estuve hablando por teléfono con una antigua amiga de la Universidad con la que perdí el contacto al terminar la carrera. No éramos las mejores amigas, pero nos llevábamos bien.
            Cuando nos conocimos, Amalia estaba estudiando Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid y vivía junto a su madre, que estaba bastante delicada, en una tétrica pensión de Tetuán que regentaban entre ambas. El padre de Amalia las había abandonado cuando ella era una niña, ni siquiera lo recordaba, pero nunca me pareció especialmente traumatizada por ello. A decir verdad, nunca me pareció especialmente traumatizada por nada: mi amiga tenía buen carácter y, aunque no era una alumna brillante, su enorme fuerza de voluntad la llevó a rematar la licenciatura con una media de notable alto.
            Cuando nuestros caminos se separaron, Amalia estaba a punto de empezar el doctorado. Quería especializarse en pintura renacentista italiana, ya que era una apasionada admiradora de Fra Angelico, Giotto, Massaccio, Paolo Ucello, Mantegna y demás autores del Quattrocento. En cierta ocasión estuve en su casa y, para mi sorpresa, descubrí que su escritorio estaba presidido por una cuidada reproducción del Guidoriccio da Fogliano de Simone Martini, que ella sostenía que era la primera pintura nocturna de la Historia del Arte, y no por un póster del guaperas de turno, como teníamos todas.
            Amalia tenía unas facciones menudas y regulares, pero no sabía ni quería sacar ningún partido de su serena belleza. Los chicos de la Universidad la ignoraban y, al menos en esto, eran plenamente correspondidos. En el fondo, supongo que me daba cierta pena.

(Ruido de cláxones.)

NARRADORA: Al recibir su llamada, tardé unos segundos en reconocer su voz, algo más grave y segura de como yo la recordaba. Tras dedicar unos minutos al típico intercambio de nimiedades, le pregunté si había conseguido terminar el doctorado y, de repente, fue como si hubiera abierto las compuertas de un dique caudaloso… Entonces comprendí por qué me había llamado: Amalia necesitaba desahogarse con urgencia y, dado su carácter retraído, era probable que no tuviera a nadie más con quién hacerlo, a pesar de los años trascurridos desde nuestro último encuentro.
            Me contó que su madre había muerto. ”Pasó por la vida sin hacer ruido podría haber sido su epitafio”, dijo ahogando un sollozo. Al principio, hizo de tripas corazón y trató de seguir como si nada, ocupándose de la pensión y redactando su tesis doctoral, pero los huéspedes pronto empezaron a desmandársele -que si este mes me viene muy mal pagarte, ya veremos si a principios del que viene; que si la cena de hoy no me ha gustado, niña, es que no sabes cocinar otra cosa; pero qué guapa te estás poniendo, Amalita, ay, si yo tuviera tu edad...- y tuvo que cerrarla.
            Para poder mantenerse, pasó por todas las estaciones del joven estudiante sin recursos: estuvo friendo hamburguesas en el McDonald's y plegando camisetas en Zara; trabajó de teleoperadora para una volátil compañía de seguros e incluso poniendo copas en un pub del barrio en el que nunca antes había puesto los pies. Cuando por fin se doctoró en Historia del Arte, pensó que todo iba a ser diferente, pero no tardó en darse cuenta de que nada había cambiado. Seguía sin encontrar un trabajo que le gustara o, al menos, que le permitiera sobrevivir y sus perspectivas laborales, aun a largo plazo, eran nefastas.
            Antes de agotar sus últimos recursos económicos, Amalia decidió cerrar el piso de Madrid, dejándolo en manos de una agencia inmobiliaria, y se trasladó al pueblo de su madre, en Toledo, donde pensó que la vida sería más barata. Y una vez allí, no se le ocurrió otra cosa que tomar en gestión el bar-colmado que ocupaba los bajos del recio caserón de piedra que había heredado de su madre.

(Ruidos campestres. ¿Grillos, cigarras…?)

AMALIA: Todo encajaba, ¿entiendes? Los arrendatarios acababan de jubilarse y el bar parecía estar esperándome con su letrero cutre de propaganda, sus rejas de hierro forjado y sus mesas cubiertas por un tapete de fieltro verde... Ni siquiera me propuse modernizarlo, tan sólo lo lavé a fondo y le di una mano de pintura.

NARRADORA: ¿Conocías el pueblo de tu madre?

AMALIA: ¡Qué va...! No íbamos nunca. A mi madre le traía malos recuerdos.

NARRADORA: ¿Y cómo es?

AMALIA: No sé qué decirte… Es pequeño. Y seco. Los alrededores son puro matojo. ¿Has visto La caza, de Carlos Saura? Dicen que se rodó por aquí.

NARRADORA: ¡Entonces habrá muchos conejos!

AMALIA: ¡Ah, eso sí! En el pueblo hay muchos cazadores. Y otros tantos vienen a propósito desde Madrid los fines de semana. Después de una buena batida suelen venir por el bar a pavonearse como si vinieran de la guerra. Pobres animalitos…

NARRADORA: Tal como lo describes, parece un ambiente brutal, poco adecuado para ti.

AMALIA: No creas, ¿eh? Me he adaptado bien. Obviamente, aquí no hay con quien hablar de Guido Reni y demás pintores del Quattrocento… Pero, en el fondo, y a pesar de haber nacido y haberme criado en Tetuán, siempre he sabido que Madrid no era para mí. Yo no tengo ánimo de luchadora. ¿A qué hubiera podido aspirar si me hubiera quedado?, ¿a ser la eterna becaria del departamento de Historia del Arte?

NARRADORA: Pensé que ése era tu sueño.

AMALIA: ¡Pues ya no! Te parecerá increíble, ¿verdad?, pero he descubierto que me encanta despertarme con la escandalera de los gallos, desperezarme mientras oigo pasar a los labradores camino de sus tierras, lavarme con agua helada, echarme un chándal viejo por encima y tomarme un café con leche en mi propio local, cuando los primeros rayos de sol dibujan haces luminosos a través de las rejas polvorientas. Me gusta atender el colmado, espiar a los abueletes que se pasan las horas muertas jugando a dominó por el precio de un carajillo de coñac, vender chucherías a los niños… ¡qué sé yo! Incluso echar a los borrachuzos habituales no me pesa. Siento que, por primera vez, formo parte de algo.

NARRADORA: ¿Y qué hay de tu vida personal?

AMALIA: ¿Te refieres al tema novios, hijos, etc.? Incluso eso está resuelto.

NARRADORA: ¡Qué alegría, Amalita, por fin! ¿Estás con uno del pueblo?

AMALIA: No. No exactamente. Verás, es una historia extraña. ¿Quieres que te la cuente?

NARRADORA: ¡Claro que sí! Ya sabes lo novelera que soy…

(Hasta el minuto 0:30 del siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=sLVdBIvHuqs)

NARRADORA: Amalia hizo una pausa para tomar aliento antes de emprender su narración y me contó que una noche de hacía un par de meses, cuando ya estaba a punto de cerrar el bar, había llegado un enorme coche negro de alta gama y había aparcado justo enfrente. ¡Nunca se había visto un coche tan bueno en la plaza del pueblo! Allí era tan incongruente como un tiburón fuera del agua.
            Al rato bajó un tipo alto, delgado, con gafas y pelo grisáceo, vestido con un traje de excelente calidad y empuñando un lujoso maletín de ejecutivo. Entró en el bar, se dirigió a la barra y le preguntó a Amalia si aún se podía cenar. Tenía una voz aterciopelada y quebradiza que acusaba un cansancio que iba mucho más allá de su viaje. “¡No servimos comidas!”, contestó ella en un principio. “Pero… si se conforma con cualquier cosa, algo encontraremos”. A continuación, le preparó una mesa en un rincón discreto, al abrigo de las miradas de los pocos parroquianos que todavía remoloneaban por el local, y le hizo unos huevos fritos con patatas de la huerta y salsa de tomate casera, le cortó unas rebanadas de pan de hogaza y un trozo de queso de oveja curado, y le rellenó un cuartillo de vino tinto de su propia despensa. Ni ella misma sabía por qué estaba siendo tan amable con aquel desconocido, pero al pasar frente a un espejo se sorprendió ahuecándose el cabello con los dedos.
            Cuando volvió al bar, lo encontró acodado sobre la mesa, con la cabeza entre las manos. Se había quitado las gafas y seguramente no la vio llegar, por lo que al sentir su cercanía sufrió un sobresaltó. “Lo siento, no pretendía asustarle”. “No se preocupe. Últimamente tengo los nervios de punta. Demasiados problemas… ¿Ha cenado usted ya? ¿Por qué no me acompaña?”, sugirió él con voz invitante. Amalia se sentó frente a él fingiendo desenvoltura mientras hacía señas de que se fueran a sus clientes habituales. Éstos abandonaron el establecimiento examinándola con sorna.
            Durante la cena, que devoró con fruición, el desconocido se presentó como Eduardo y empezó a tutearla. Tenía una conversación muy agradable y se notaba que hacía esfuerzos por resultar ameno a pesar del agotamiento extremo que teñía sus profundas ojeras. En un momento dado, empezó a interesarse por el pueblo, por lo que dedujo que había conducido hasta él a ciegas, sin saber a dónde se dirigía, como si estuviera huyendo de algo. O de alguien.

(Acelerón de coche.)

AMALIA: Aunque sin duda nuestra mayor atracción turística es el lago…

EDUARDO: ¿Qué lago?

AMALIA: El lago del halconero.

EDUARDO: Un lago… ¿Cómo es? Me encantaría ir.

AMALIA: Si tienes pensado quedarte unos días, ésa es sin duda la mejor excursión que se puede hacer desde el pueblo. Verás, hay que salir en dirección Esquivias y, tras un par de quilómetros, torcer a la derecha por algo que parece un caminejo de cabras. Por desgracia, aún no está señalizado. No sé qué espera el alcalde a…

EDUARDO: No. No me has entendido, Amalia. Yo quiero ir ahora.

AMALIA: ¿Ahora? ¡Pero si es noche cerrada! Ya te he dicho que la carretera es muy mala y apenas hay indicaciones. Además, en coche es imposible llegar hasta la orilla, tendrías que dejarlo en el aparcamiento y atravesar el hayedo a pie, te perderías…

EDUARDO: Por eso necesito que me acompañes. Vamos, Amalia, vámonos.

(Silla corrida hacia atrás.)

NARRADORA: Por primera vez, a Amalia le pareció descubrir un matiz levemente amenazador en la voz de Eduardo. Sus ojos, grisáceos con motas amarillentas, se habían iluminado con una claridad de fuego fatuo. Cuando al fin se levantó, ella tuvo la impresión de estar despidiéndose de algo.
            Una vez encerrada en aquel coche inabarcable, con los asientos forrados de piel clara, salpicado de accesorios cromados de utilidad ignota y que se abría paso a través del bosque tan sigilosamente como un escualo en busca de una presa, sintió el mismo vértigo que había sentido al perder a su madre. Jamás le habían gustado las sorpresas y aquella inesperada travesía nocturna no presagiaba nada bueno.
            De camino al lago, le contó la historia del halconero, recogida en un precioso códice miniado que se conserva bajo llave en el Ayuntamiento, más por disimular su creciente inquietud que porque realmente le apeteciera, y él la escuchó como si le interesara. Eduardo conducía como si estuviera habituado a hacerlo muy a menudo y seguía sus indicaciones aun sin dejar de prestar atención a su relato, en el que aparecían un barón famoso por la exacerbada crueldad de que hacía gala con sus siervos, un castillo envuelto en sombras y el descubrimiento improviso del robo de su halcón favorito. Según la leyenda, el halconero encargado de custodiarlo prefirió llenarse la faldriquera de piedras y ahogarse en el lago al descuartizamiento que sin duda le habría reservado el señor de Lares.
            Al salir del coche, Eduardo parecía conmovido. La luna brillaba con fuerza en mitad del cielo sereno y el silencio los envolvía como una caricia. Las manos que él le tendía en los trechos más abruptos de la cañada, eran insospechadamente firmes y cálidas. El aire olía a hojarasca, a brezo y a musgo blanco. Amalia ya no tenía miedo.
            -¡Es perfecto! -exclamó él, escrutando con avidez la plateada superficie del lago- Qué hermoso es todo, Amalia, que hermoso... Me alegro de que sea aquí.
            A continuación hizo algo que la sorprendió aun sin llegar a alarmarla: se echó hacia atrás como para tomar impulso y arrojó lejos de sí su pesado maletín, del que jamás se había separado hasta entonces, describiendo una delicada parábola antes de hundirse en el centro exacto del lago.

(Chapoteo.)

NARRADORA: ¿Y luego? ¿Qué pasó después?

AMALIA: Que volvimos a casa.

NARRADORA: ¿Volvimos? Quieres decir que volvisteis los dos… ¿a tu casa?

AMALIA: Sí. Eduardo no se ha movido de mi lado. Al volver al pueblo, ocultamos el coche en el establo bajo una espesa lona y quintales de paja. ¡Tendrías que haberle visto manejando la hoz con su camisa de marca, qué risa…! A la mañana siguiente, se compró ropa de trabajo y empezó a echarme una mano en el bar. Como no llevaba mucho tiempo por aquí y siempre he sido reservada con mi vida privada, a nadie le extrañó demasiado. Ni siquiera parecen notar la diferencia de edad. Le han tomado por un antiguo novio de Madrid con el que me haya reconciliado, o algo parecido.

NARRADORA: Pero, ¿quién es? ¿De dónde ha salido? ¿A qué se dedicaba antes? Y, ¿qué contenía el maletín?

AMALIA: Ni lo sé, ni me importa, en serio. Sólo sé que Eduardo me hace feliz y que él también parece feliz a mi lado. Somos almas en precario, pero hoy en día... ¿quién no lo es? Todo pasa y nada queda. En el fondo, ¡qué más da!
                            
NARRADORA (cantando el famoso pasacalle de Stefano Landi):
Oh come t'inganni se pensi che gli anni.
Non han da finire, bisogna morire,
bisogna morire, bisogna morire.
È un sogno la vita che par sì gradita.
Che breve gioire, bisogna morire.
Non val medicina, non giova la china.
Non si può guarire, bisogna morire.
Bisogna morire... bisogna morire!

*     *

            Acaban de escuchar “Crónica del halconero”. Autora, narradora, Amalia, Eduardo y cantante: Ana Gomila Domènech.

FIN

jueves, 17 de septiembre de 2015

Jardín cerrado

Un agradable lecho de hierba (por cortesía de La Repubblica)
            Dos años largos han pasado desde que mi “delicioso” jardín sus puertas al público. La propuesta de Josep Pons Fraga, entonces director de Última Hora Menorca y actual editor de Menorca Es Diari, tras echar una ojeada casual a mi blog, fue de lo más halagadora y tan abierta que me produjo cierta sensación de vértigo: “Posam les pàgines d'UHMENORCA a la teva disposició per si tens il.lusió en dur endavant una secció d'opinió com a col.laboradora. Lògicament, la temàtica és lliure. Ho deixam al teu criteri, amb plena llibertat d'expressió”. Tanta libertad es el sueño de cualquier columnista que se precie, aunque sólo sea un simple aficionado como yo, pero por otra parte resulta inquietante. Muchas eran las preguntas que me asaltaban: ¿Lo haré bien? ¿Y ahora de qué hablo? ¿Hasta qué punto puedo ser personal, sincera, peleona...? ¿He de adaptarme a los presuntos intereses de los lectores, o bien tratar de contagiarles mis propios gustos?
            Acordé con Josep que mis colaboraciones serían quincenales, que se publicarían bajo el paraguas genérico de “El jardín de las delicias” –como homenaje a la miscelánea homónima de Francisco Ayala, que tanto me gusta- y que abarcarían unos 4.200 caracteres. Pero no fue hasta la fusión del Menorca Diari Insular y el Última Hora isleño cuando mis artículos empezaron a aparecer junto a una fotografía mía y el apelativo de “Novelera” con el que a menudo me toman el pelo mis amigos y conocidos desde entonces, que elegí tras descartar el de “Profesora” que me proponía el periódico, ya que me parecía más bien pedantesco –yo sólo me siento profesora en clase, una vez fuera del aula no puedo ni quiero dar lecciones de nada-, y el de “Lletraferida”, que me había birlado otro colaborador.

            Mucho ha llovido desde entonces, pero aún más días soleados han lucido desde aquel martes 21 de mayo de 2013 en que apareció mi primer artículo, intitulado precisamente “El jardín de las delicias”. Dos semanas más tarde salió la primera entrega del folletín “Crónica del halconero” y sufrí el primer cariñoso ataque de una fan enfurecida por haberla dejado con la intriga de saber cómo terminaba.
            Tras “Crónica del halconero II y III”, empecé a publicar artículos sobre los temas más peregrinos, llevada por la inspiración del momento: varios sobre el TIL (no siempre ni del todo en contra), literatura (los más numerosos, empezando por uno de mis preferidos: “Wilkie Collins con hielo”), contra la LOMCE y su decidido propósito de acabar con la Música y la Educación Plástica, Albert Camus y el exilio menorquín en Argelia (“Camusiènne”, “Todo era perfecto I y II”), retórica, propósitos navideños, el aborto (“Un mal necesario”, que fue uno de mis artículos más celebrados hasta por quien no estaba de acuerdo), mi idolatrado Purcell (“Purcell F.C.”), la abominable Ley de Extranjería del PP (“¡Alto ahí, forastero!”), los escritores represaliados durante y tras nuestra guerra civil (“Verde que te quiero verde”), algunos lugares en los que he vivido y he sido feliz (Madrid, Barcelona, Roma, Menorca…), las huellas del tiempo (“Aquel trueno”), la importancia de tener una mente bien amueblada, pedagogía y enseñanza, el sistema educativo finlandés (“Algo huele a podrido en Finlandia I y II”), el Mediterráneo (“Mar de mares”), otro folletín llamado “Nosotros, los fantasmas” (una adaptación del cual ha sido emitida por radio recientemente), ortografía (“Perdón imposible, ejecución inminente”), los superventas (“¡Suéltame, bicho!”), Agatha Christie y mi indisimulada anglofilia (“It’s English time” y tantos otros), los grandes tíos buenos de la historia de la literatura (que aparecen citados en “El rayo de luna”), la dificultad de salir de la isla (“#nosinmisecador”), el terrorismo islamista (“Doble rasero”), Cervantes (“La canción de Clavileño” y “Cincuenta sombras de Cervantes”), las alergias, Sant Jordi, el amor a los cuarenta (“¿Continuará?”), las danzas de la muerte (“Pasacalle de la vida”), la sinestesia (¿A qué huele mi isla?” o “Verde carruaje”), las campañas de fomento de la lectura, la génesis de Frankenstein (“El verano del fin del mundo”)… hasta llegar al de hace dos semanas, sobre los Proms de la BBC. Si a alguno de ustedes le apetece repescar viejas lecturas o aturdirse con semejante batiburrillo, todos estos artículos y muchos más siguen estando accesibles a través de mi blog, cuyo enlace encontrarán al pie de estas líneas.

            Hoy este jardín cierra durante al menos un par de mesecillos para atender las obras de ampliación (familiar) que nos esperan de forma inminente. Con la insensato optimismo que me caracteriza, espero encontrarlo florido a mi regreso, aunque sea a las puertas del invierno… Visítenlo cuantas veces quieran, mi jardín es el suyo, pero acuérdense siempre de cerrar la cancela con cuidado para no despertar al bebé que duerme. ¡Chist!