Traducción

lunes, 4 de agosto de 2014

Nosotros, los fantasmas (I)

“Hemos soñado tanto que ya no somos de aquí.” (Novalis)

            Tras muchos años de viajar a lo largo y ancho de la vía férrea española, había llegado a la conclusión de que los compartimentos de primera clase varían mucho de un tren a otro, pero los de segunda parecen todos cortados por el mismo patrón: oscuros, polvorientos, incómodos, anticuados, con los mismos asientos estampados semiabatibles, los mismos reposacabezas sucios y las mismas puertas que no cierran. Después de tantos años, y sobre todo si viajaba de noche, como en aquella ocasión, solía entrar a ciegas en el primer compartimento en el que vislumbrara un asiento libre junto a la puerta para no tener que despertar a nadie cada vez que quisiera ir al baño o visitar el vagón-comedor; sólo así se entiende que se sentara frente a él sin darse cuenta inmediatamente de quién era.

            ¿Cuánto tiempo tardó en reconocerlo? No lo sabía, pero sin duda no fue hasta después de acomodarse. Sólo entonces sus ojos se encontraron con los de él a través de la penumbra que envolvía el vagón, cuando ya era demasiado tarde para fingir que se había equivocado de sitio con naturalidad, sin quedar como una cobarde. Como solía suceder veinte años atrás, por puntual que ella llegara a sus citas, él siempre se le había adelantado, como si no tuviera nada mejor que hacer que esperarla en una esquina y regodearse en la idea de volver a estrecharla entre sus brazos. Aunque, en esta ocasión, su encuentro fue puramente fortuito e indeseado.
¿Cuánto tardó en reaccionar? Seguramente su mente, e incluso su aletargado corazón, tardaron mucho menos que su rostro, acostumbrado al fingimiento de la escena, en evidenciar algo parecido al sobresalto. La mirada de él era inequívocamente hostil, como si lo primero que hubiera recordado al verla fuera la tarde en que lo abandonó, aquella patética tarde en que ella, que se había prometido a sí misma no llorar ni perder la calma, había terminado chillando fuera de sí que no lo aguantaba más, que estaba harta de sus altibajos, que estar con él iba contra la estabilidad que necesitaba para seguir desarrollando su incipiente carrera artística, y que el amor apasionado e incondicional que él le demostraba continuamente había acabado por agobiarla, como si no tuviera más remedio que quererle, como si no tuviera otra opción que la de permanecer junto a él, amarrada al timón de un barco a punto de estrellarse contra los escollos.
-¿Qué pasa? ¿Es que ya no te acuerdas de mí? –masculló ella torpemente, sonriendo con timidez. Veinte años atrás se habría ruborizado, pero en aquella ocasión estaba segura de no haberlo hecho.
-Hola –respondió él con su voz ronca habitual.
Los otros ocupantes del vagón, una familia árabe formada por una joven madre tocada con un pañuelo, una niña de ojos oscuros como cuentas de azabache y un chiquillo algo menor de aspecto adormilado, no daban muestras de entenderles ni de querer entablar conversación con ellos. El tren abandonó la estación y las últimas luces de la coqueta ciudad de provincias en que vivía actualmente se alejaron al ritmo traqueteante del tren. El crepúsculo había cubierto las suaves colinas de los alrededores con un manto de terciopelo violáceo salpicado de reflejos anaranjados. No tardarían en adentrarse en la meseta.
-¿Vas hasta la última estación? –le preguntó irracionalmente y deseando con todas sus fuerzas que contestara que no tardaría en descender.
-No, pero casi. ¿Te molesta? –le espetó él en tono furibundo.
-¡No, claro que no! –exclamó ella, arrellanándose en su asiento.
-No tenemos por qué hablar.
-Eso por supuesto.
Exhausta por los agotadores ensayos de los últimos días y su inesperado reencuentro, ella cerró los ojos. Quizá si apretaba los párpados con fuerza él desaparecería, acabaría por convertirse en una ilusión óptica, en un holograma. Pero fue en vano: incluso a solas con su conciencia, seguía examinándola con expresión severa desde el asiento de enfrente. ¡Qué mala suerte habérselo encontrado, qué fatalidad…! Un escalofrío le recorrió el espinazo a pesar del calor que empezaba a dejarse sentir en el interior del compartimento umbrío.

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